En el medievo, la vida de una mujer casada transcurría entre el embarazo y la crianza de los hijos. La familia suponía una riqueza, los hijos un tesoro.
El nacimiento de un hijo tenía una connotación festiva. La noticia se difundía rápidamente entre las mujeres del pueblo o del barrio, que se acercaban presurosas a visitar a la madre y al niño, formulando sus felicitaciones. La recién parida se adornaba tanto ella como la habitación donde había dado a luz en espera de las visitas. La visita estaba unida al ofrecimiento de regalos, a menudo relacionados con la fecundidad, como hogazas, dulces o huevos.
Un mes después del parto se hacía una ceremonia de purificación. Durante este mes la mujer era considerada impura y tenía como única misión el cuidado de su hijo en el dormitorio. En este tiempo no podía ocuparse de la cocina o de los hijos, con excepción del recién nacido. Las vecinas, hermanas y madres la ayudaban con sus quehaceres y se ocupaban de ello.
Por un lado pienso a tener tanta gente dentro de casa durante el puerperio me da agobio, pero por otro sentirse cuidada y liberada de todas estas tareas tan sólo dedicada al pequeño no suena nada mal.
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